[ Pobierz całość w formacie PDF ]
necesidad de insultar a las señoras de la Doctrina, como si
instintivamente adivinasen lo inútil de un simulacro de caridad, que no
remediaba nada. No se oían más que protestas y manifestaciones de odio
y desprecio.
-¡Moler! Con las mujeres de Dios...
-Ahora quien que se confiese una.
-Esas tías borrachas.
-¡Anda que confiesen ellas y la maire que las ha parío!
-Que las den morcilla a todas.
Después de las mujeres salían los hombres, los ciegos, los tullidos y los
mancos, sin apresurarse, hablando con gravedad.
-¡Pues no quien que me case! -murmuraba un ciego, sarcásticamente,
dirigiéndose a un cojo.
-Y tú ¿qué dices? -le preguntaba éste.
-¿Yo? ¡Que naranjas de la China! Que se casen ellas si tien con quien.
Vienen aquí amolando con rezos y oraciones. Aquí no hacen falta
oraciones, sino jierro, mucho jierro.
-Claro, hombre..., parné, eso es lo que hace falta.
-Y todo lo demás... leñe y jarabe de pico...; porque pa dar consejos toos
semos buenos; pero en tocante al manró, ni las gracias.
-Me parece.
Salieron las señoras con sus libros de rezos en la mano; las viejas
mendigas las perseguían y las atosigaban con sus peticiones.
Manuel miraba a todas partes por si encontraba al estudiante; al fin lo
vio cerca de la sobrina de don Telmo. La rubia se volvió a mirarle, y subió
en un coche. Roberto la saludó y el coche echó a andar.
Volvieron Roberto y Manuel por el camino de San Isidro.
Seguía el cielo nublado, el aire seco; la procesión de mendigos
avanzaba en dirección a Madrid. Antes de llegar al puente de Toledo, en
la esquina del camino alto de San Isidro y de la carretera de
Extremadura, en una taberna muy grande entraron Roberto y Manuel.
Roberto pidió una botella de cerveza.
-¿Vives ahí en la misma casa en donde está la zapatería? -preguntó
Roberto.
-No; vivo en el paseo de las Acacias, en una casa que se llama el
58
Pío Baroja
Corralón.
-Bueno, te iré a ver allá; y ya sabes, siempre que vayas a algún sitio
donde se reúna gente pobre o de mala vida avísame.
-Le avisaré a usted. Ya he visto cómo le miraba ,a usted la rubia. Es
bonita.
-Sí.
-Y tiene un coche pistonudo.
-Ya lo creo.
-Y ¿qué? ¿Es que se va usted a casar con ella?
-¿Qué sé yo? Ya veremos. Vamos, aquí no se puede estar -dijo Roberto-
y se acercó al mostrador a pagar.
En la taberna, gran número de mendigos, sentados en las mesas,
engullían pedazos de bacalao y piltrafas de carne; un olor picante de
gallinejas y de aceite salía de la cocina.
Salieron. El viento seguía soplando, lleno de arena: volaban locamente
por el aire hojas secas y trozos de periódicos; las casas altas próximas al
puente de Segovia, con sus ventanas estrechas y sus galerías llenas de
harapos, parecían más sórdidas, más grises, entrevistas en la atmósfera
enturbiada por el polvo. De repente, Roberto se paró, y, poniendo la
mano en el hombro de Manuel, le dijo:
-Hazme caso, porque es verdad. Si quieres hacer algo en k vida, no
creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad
enérgica. Si tratas de disparar una flecha, apunta muy alto, lo más alto
que puedas; cuanto más alto apuntes más lejos irá.
Manuel miró a Roberto con extrañeza, y se encogió de hombros.
IV
La vida en la zapatería - Los amigos de Manuel
Hizo calor en aquellos meses de septiembre y octubre; en el almacén
de zapatos no se podía respirar.
Todas las mañanas, Manuel y Vidal, mientras iban a la zapatería,
hablaban de mil cosas, se comunicaban sus impresiones; el dinero, las
mujeres, los planes para el porvenir, eran los motivos constantes de sus
charlas. A los dos les parecía un gran sacrificio, algo como una
eventualidad desgraciada de su mala suerte, pasar días y días metidos
en un rincón arrancando suelas usadas.
Las tardes lánguidas convidaban al sueño. Sobre todo, después de
comer. Manuel sentía sopor y abatimiento profundo. Desde la puerta del
almacén se veían los campos de San Isidro inundados de luz; en el
Campillo de Gil Imón las ropas puestas a secar centelleaban al sol.
Oíanse cacareos de gallos, gritos lejanos de vendedores, silbidos,
apagados por la distancia, de locomotoras. El aire vibraba seco,
abrasado. Algunas vecinas salían a peinarse a la calle, y los colchoneros
vareaban la lana, a la sombra, en el Campillo, mientras las gallinas
correteaban y escarbaban en el suelo.
Después, al caer de la tarde, el aire y la tierra quedaban grises,
polvorientos; a lo lejos, cortando el horizonte, ondulaba la línea del
campo árido, línea ingenua, formada por la enarcadura suave de las
lomas; línea como la de los paisajes dibujados por los chicos, con sus
casas aisladas y sus chimeneas humeantes. Sólo algunas arboledas
verdes manchaban a trechos la llanura amarilla, tostada por el sol y bajo
el cielo pálido, blanquecino, turbio por los vapores del calor; ni un grito,
ni un leve ruido hendía el aire.
Transparentábase, al anochecer, la niebla, y el horizonte se alargaba
hasta verse muy a lo lejos vagas siluetas de montañas no entrevistas de
día, sobre el fondo rojo del crepúsculo.
Cuando en la zapatería dejaban el trabajo, solía ser ya de noche.
Bajaban el señor, Ignacio, Leandro, Manuel y Vidal a la ronda y volvían
a casa.
60
Pío Baroja
Las luces de gas brillaban a largos trechos en el aire polvoriento; filas
de carros pasaban con lentitud, y a lo largo de las rondas marchaban en
cuadrillas los obreros de los talleres próximos.
Y constantemente, al ir y al venir, la conversación de Manuel y Vidal
versaba sobre lo mismo: las mujeres, el dinero.
No tenía ninguno de los dos una idea romántica, ni mucho menos, de
las mujeres. Para Manuel, una mujer es un animal magnífico, con la
carne dura y el pecho turgente; Vidal no sentía este entusiasmo sexual;
experimentaba por todas las mujeres un sentimiento confuso de
desprecio, de curiosidad y preocupación.
En cuestión de dinero, los dos estaban conformes en que era lo más
selecto y admirable; hablaba, sobre todo Vidal, del dinero con
entusiasmo feroz; pensar que pudiese haber algo, bueno o malo, que no
se consiguiera con jierro, era para él el colmo de los absurdos. Manuel
deseaba el dinero para correr el mundo y ver pueblos, y más pueblos, y
andar en barco. Vidal soñaba con llevar la buena vida en Madrid.
A los dos o tres meses de estancia en el Corralón, Manuel se hallaba
tan acostumbrado a su trabajo y a su vida, que no comprendía que
pudiese hacer otra cosa. No le daban aquellas barriadas miserables la
[ Pobierz całość w formacie PDF ]