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ladera por unas pocas tiendas.
Pero el Mercader de Cristales no tena elección. Haba pasado
treinta aos de su vida comprando y vendiendo piezas de cristal, y
ahora era demasiado tarde para cambiar de rumbo.
Durante toda la maana estuvo mirando el movimiento de la calle.
Haca aquello desde aos atrs, y ya conoca el horario de cada
persona. Cuando faltaban algunos minutos para el almuerzo, un
muchacho extranjero se detuvo delante de su escaparate. No iba mal
vestido, pero los ojos experimentados del Mercader de Cristales
adivinaron que el muchacho no tena dinero. Aun as decidió esperar
un momento, hasta que el muchacho se fuera.
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Haba un cartel en la puerta en el que pona que all se hablaban
varias lenguas. El muchacho vio aparecer a un hombre tras el mostra-
dor.
-Puedo limpiar estos jarros si usted quiere -dijo el chico-. Tal como
estn ahora, nadie va a querer comprarlos.
El hombre lo miró sin decir nada.
-A cambio, usted me paga un plato de comida.
El hombre continuó en silencio, y el chico sintió que deba tomar
una decisión. Dentro de su zurrón tena la chaqueta, que no iba a
necesitar en el desierto. La sacó y comenzó a limpiar los jarros.
Durante media hora limpió todos los jarros del escaparate; en ese
intervalo entraron dos clientes y compraron algunas piezas al dueo.
Cuando acabó de limpiarlo todo, pidió al hombre un plato de
comida.
-Vamos a comer -le dijo el Mercader de Cristales.
Colgó un cartel en la puerta y fueron hasta un minsculo bar,
situado en lo alto de la ladera. En cuanto se sentaron a la nica mesa
existente, el Mercader de Cristales sonrió.
-No era necesario limpiar nada -aseguró-. La ley del Corn obliga
a dar de comer a quien tiene hambre.
-Entonces por qu dejó que lo hiciera? -preguntó el muchacho.
-Porque los cristales estaban sucios. Y tanto t como yo necesit-
bamos apartar los malos pensamientos de nuestras cabezas.
Cuando acabaron de comer, el Mercader se dirigió al muchacho:
-Me gustara que trabajases en mi tienda. Hoy entraron dos clientes
mientras limpiabas los jarros, y eso es buena seal.
Las personas hablan mucho de seales -pensó el pastor-, pero no
se dan cuenta de lo que estn diciendo. De la misma manera que yo no
me daba cuenta de que desde haca muchos aos hablaba con mis
ovejas un lenguaje sin palabras.
-Quieres trabajar para m? -insistió el Mercader.
-Puedo trabajar el resto del da -repuso el muchacho. Limpiar
hasta la madrugada todos los cristales de la tienda. A cambio, necesito
dinero para estar maana en Egipto.
El hombre rió.
-Aunque limpiases mis cristales durante un ao entero, aunque
ganases una buena comisión de venta en cada uno de ellos, an
tendras que conseguir dinero prestado para ir a Egipto. Hay miles de
kilómetros de desierto entre Tnger y las Pirmides.
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Hubo un momento de silencio tan grande que la ciudad pareció
haberse dormido. Ya no existan los bazares, las discusiones de los
mercaderes, los hombres que suban a los alminares y cantaban, las
bellas espadas con sus empuaduras con piedras incrustadas. Ya se
haban terminado la esperanza y la aventura, los viejos reyes y las
Leyendas Personales, el tesoro y las Pirmides. Era como si todo el
mundo permaneciese inmóvil, porque el alma del muchacho estaba en
silencio. No haba ni dolor, ni sufrimiento, ni decepción; sólo una
mirada vaca a travs de la pequea puerta del bar, y unas tremendas
ganas de morir, de que todo se acabase para siempre en aquel instante.
El Mercader, asustado, miró al muchacho. Era como si toda la
alegra que haba visto en l aquella maana hubiese desaparecido de
repente.
-Puedo darte dinero para que vuelvas a tu tierra, hijo mo -le
ofreció.
El muchacho continuó en silencio. Despus se levantó, se arregló
la ropa y cogió el zurrón.
-Trabajar con usted -dijo. Y despus de otro largo silencio,
aadió-: Necesito dinero para comprar algunas ovejas.
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SEGUNDA PARTE
El muchacho llevaba casi un mes trabajando para el Mercader de
Cristales, pero aqul no era exactamente el tipo de empleo que lo haca
feliz. El Mercader se pasaba el da entero refunfuando detrs del
mostrador, pidindole que tuviera cuidado con las piezas, que no
fuera a romper nada.
Pero continuaba en el empleo porque a pesar de que el mercader era
un viejo cascarrabias, no era injusto; el muchacho reciba una buena
comisión por cada pieza vendida, y ya haba conseguido juntar algn
dinero. Aquella maana haba hecho ciertos clculos: si continuaba
trabajando todos los das a ese ritmo, necesitara un ao entero para
poder comprar algunas ovejas.
-Me gustara hacer una estantera para los cristales -dijo el
muchacho al Mercader-. Podramos colocarla en el exterior para captar
la atención de los que pasan por la parte de abajo de la ladera.
-Nunca he hecho ninguna estantera hasta ahora -repuso el
Mercader-. La gente puede tropezar al pasar, y los cristales se rompe-
ran.
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