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parecie ron, y zorras, que no se parecían a ninguna de las que había conocido hasta entonces, ni me parecían
comestibles, aunque maté algunas. No tenía por qué arriesgarme pues tenía suficiente comida y muy buena,
a saber: cabras, palomas y tortugas. Si a esto le sumaba mis pasas, podía asegurar que ni en el mercado
Leadenhall49 se hubiese podido servir una mesa más rica que la mía; y aunque mi estado era lamentable,
tenía motivos para estar agradecido por no faltarme los alimentos, pues más bien los tenía en abundancia y
hasta algunas exquisiteces.
Nunca avanzaba más de dos millas en este viaje pero daba tantas vueltas en busca de hallazgos que
llegaba agotado al sitio donde decidía pasar la noche. Entonces, subía a un árbol o me tendía en el suelo
rodeado por un cerco de estacas, de manera que ninguna criatura salvaje pudiese acercarse a mí sin
despertarme.
49
Leadenhall: Mercado londinense de carne y caza cerca de la calle Gracechurch Street. Se llamaba así
por su techo recubierto de plomo (leoden: plomizo).
Tan pronto llegué a la orilla del mar, me sorprendió ver que me había instalado en la peor parte de la isla
porque aquí la playa estaba llena de tortugas mientras que, en el otro lado, solo había encontrado tres en un
año y medio. También había gran cantidad de aves de varios tipos, algunas de las cuales había visto y otras
no, pero ignoraba sus nombres, excepto el de aquellas que llamaban pingüinos.
Hubiera podido cazar tantas como quisiera pero ahorraba mucho la pólvora y las municiones. Había
pensado matar una cabra para alimentarme mejor pero, aunque aquí había más cabras que al otro lado de la
isla, resultaba más difícil acercarse a ellas porque el terreno era llano y podían verme con más rapidez que
en la colina.
Debo confesar que este lado de la isla era mucho más agradable que el mío pero no tenía ninguna
intención de mudarme pues ya estaba instalado en mi morada y me había acostumbrado tanto a ella que
durante todo el tiempo que pasé aquí, tenía la impresión de estar de viaje, lejos de casa. Sin embargo,
caminé unas doce millas a lo largo de la orilla hacia el este y, clavando un gran poste, a modo de indicador,
decidí regresar a casa. En la próxima expedición, me dirigiría hacia el otro lado de la isla, hacia el este de
mi casa, hasta llegar al poste.
Al regreso, tomé un camino distinto al que había hecho, creyendo que podría abarcar fácilmente gran
parte de la isla con la vista y, así, encontrar mi vivienda pero me equivo qué. Al cabo de unas dos o tres
millas, me hallé en un gran valle rodeado de tantas colinas que, a su vez, estaban tan cubiertas de árboles,
que no podía saber hacia dónde me dirigía si no era por el sol, y ni siquiera esto, si no sabía con exactitud
su posición en ese momento del día.
Para colmo de males, durante tres o cuatro días, el valle se cubrió de una neblina que me impedía ver el
sol, por lo que anduve desorientado e incómodo hasta que, finalmen te, me vi obligado a regresar a la playa,
buscar el poste y regresar por el mismo camino que había venido. Así, en jornadas fáciles, regresé a casa,
agobiado por el excesivo calor y por el peso de la escopeta, las municiones, el hacha y las demás cosas que
llevaba.
En este viaje, mi perro sorprendió a un cabrito y lo apresó. Yo tuve que correr en su auxilio para salvarlo
del perro y pensé llevármelo a casa pues, a menudo, había teni do la idea de si sería posible atrapar uno o
dos para criar un rebaño de cabras domésticas de las que abastecerme cuando se me hubieran acabado la
pólvora y las municiones.
Le hice un collar al pequeño animal y con un cordón que había hecho y que siempre llevaba conmigo, lo
conduje, no sin alguna dificultad, hasta mi emparrado, donde lo encerré y lo dejé pues estaba impaciente
por llegar a casa después de un mes de viaje.
No puedo expresar la satisfacción que me produjo re gresar a mi vieja madriguera y tumbarme en mi
hamaca. Este corto viaje, sin un sitio estable donde descansar, me había resultado tan desagradable, que mi
propia casa, como solía llamarla, me parecía un asentamiento perfecto, donde todo estaba tan cómodamente
dispuesto, que decidí no volver a alejarme por tanto tiempo de ella mientras permaneciera en la isla.
Pasé una semana entera descansando y agasajándome después de mi largo viaje, durante el cual dediqué
mucho tiempo a la difícil tarea de hacerle una jaula a mi Poll50, que comenzaba a domesticarse y a sentirse
a gusto conmigo. Entonces pensé en el pobre cabrito que había dejado encerrado en el emparrado y decidí
ir a buscarlo para traerlo a casa o darle algún alimento. Fui y lo encontré donde lo había dejado pues no
tenía por donde salir pero estaba muerto de hambre. Corté tantas hojas y ramas como pude encontrar y se
las di. Después de alimentarlo, lo até como lo había hecho antes pero esta vez estaba tan manso por el
hambre, que casi no tenía que haberlo hecho, pues me seguía como un perro. Según iba alimentándolo, el
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